sábado, 17 de abril de 2010

DELHI


India es inasible para la razón occidental, incomprensible para su lógica y aprehensible, tal vez, para la mirada intuitiva que la capte en sus contradicciones. Inabarcable en un solo viaje, insoportable para un ser sensible y alucinante para descubrirla en todo el caos de su cosmos, es imposible verla, a través de y con los mismos lentes que usamos por estas latitudes.

Entre el aeropuerto y el centro urbano hay 40 minutos de taxi y 60 de rickshaw “a moto”, con asiento para tres y lugar para dos maletas. Subirse a uno es sentirse un “bicivolador”.
Pero ¡vamos! Que en este país de paradojas, las vacas están primero, siguen los conductores de vehículos -voraces carnívoros de humanos- y por último las personas. El tránsito es lo más parecido a una estampida de caballos salvajes. Y ese vértigo, que al principio genera pánico en el viajero, va transformándose con el correr de los días, en una suerte de éxtasis surrealista. Uno se entrega. La multitud -una masa compacta- va y viene: se cae en ella, sin red, como desde una cornisa y uno se deja llevar, arrastrado por la ola.



Las ciudades de la ciudad
Es un mar de gente; eso es Delhi: la suma de siete ciudades divisibles hoy en dos -New y Old Delhi-, cosmopolita y contrastante.
New Delhi tiene un centro chic con manzanas circulares y calles concéntricas: es Connaught Place. El trazado es obra del arquitecto y urbanista inglés sir Lord Edwin Lutyens, un modelo citadino -sin duda- pero que al visitante suele desafiarlo como el mismísimo laberinto kafkiano. Old Delhi -la ciudad vieja- es otra cosa. Se extiende al este, desde el Fuerte Rojo, cuya muralla de 3 km corre junto al río Yamuna.
En esta parte de la ciudad es donde mapas, guías o catálogos son ampliamente superados por la realidad. Una vaca enjuta pasta el plástico de una bolsa de residuos. Y aunque se yergue altiva, pronto va a morir: no podrá rumiar el polietileno.




Los rickshaws de bicicleta, a lógica tracción humana, pasan por arriba de los pies de los transeúntes. Los vendedores de chucherías son tábanos pegajosos. Griterío y aceleración. Pobreza y poderío. Y sin embargo, la mística sigue intacta: no hay límites entre lo sagrado y lo profano. “Lo espiritual” es la síntesis de una dialéctica hegeliana que engloba y supera cualquier contradicción.
Después de digerir el impacto inicial y seguir el itinerario previsto, vale la pena tomar una decisión: volver o quedarse en Delhi, apenas un día más, y olfatear la ruta de los curries. No es banal.
Es una experiencia muy reveladora de la idiosincrasia del pueblo, fragmentado en religiones pero unido en la necesidad primaria del comer. Toda la culinaria expresa el temperamento y temple de budistas, hinduistas, musulmanes y aun católicos, que arden en picores para purificarse -tal vez- en el fuego de una salsa espesa.

En el gran mercado
Un taxi con volante a la derecha que arranque sin aviso -sigue las reglas del corazón, que la razón no entiende- nos deja en ¡segundos! junto a la Gran Mezquita de Jama Masjid, la mayor de toda India, con un patio de oración para 25 mil musulmanes. Al frente empieza el mercado popular de Chandni Chowk, el más antiguo y el más grande del país, con más de tres siglos de existencia. Siempre fue famoso por la variedad de sus productos y la magia de sus especias. Hoy tiene más de 2 kilómetros de largo y la parte que está frente a la Mezquita, ocupa una especie de plaza de tierra, con piletones de agua estancada en el centro.
Al llegar, el aire se respira denso y dulzón, especiado de pimientas, comino, jengibre y canela. Los puestos se arman sobre las veredas, donde apoyan bolsas con enormes cantidades de ajos, dátiles, fideos cuadrados y redondos, chiles, legumbres y frutas secas.
¿Y el curry? No se sabe a ciencia cierta de cuántas especias está hecho. Pero un vendedor que habla correcto inglés con difícil pronunciación hindi, cuenta que es un término puesto por los británicos, referido a la forma de cocinar con muchísimas especias.




El -que es oriundo del Punjab, al norte- lo prepara “casero”, machacando semillas de comino, cilantro, pimienta negra, mostaza, hinojo, canela, cardamomo y clavo de olor. Una mujer con bombacho y saari (un envoltorio de seis metros de género) se acerca al puesto y pide algo. Una cucharada de cúrcuma, media de pimienta, media de canela y pizca de clavo de olor. Todo va a un tarro plástico que el puestero agita como una maraca. Paga unas pocas rupias y se va. Otra sale de la mezquita con un tarro de yogur y cuatro críos por detrás: pide polvo de chile y canela. Nada más. Y lo mezcla en la pasta lechosa del frasco. Con la mano, da una porción a cada chico. Ni una lágrima. Sólo satisfacción. Quizá.
¿Quién se atreve a ser un alquimista de especias entre las moscas y el calor? ¿Quién tiene el estómago dispuesto para probar un chapati -pan típico- untado con curry? Por suerte existen curries “prelistos”, envasados, que consume el habitante moderno de la nueva India pujante -segunda entre los países de mayor crecimiento económico, pisándole los talones a China- y que se adquieren en tiendas de delikatessen -donde también venden excelentes tés-.
Para esta compra conviene ir a Sunder Nagar, un barrio con una galería repleta de negocios refinados y tiendas de especias.
Allí se consigue el tradicional Garam Masala, de color amarronado (un blend de coriandro, comino, pimienta negra, cardamomo, jengibre, casís, clavo de olor, canela, nuez moscada y macis) y otro Hot Madrasi, la especialidad de la casa, con coriandro, cúrcuma, mostaza, jengibre, comino, fenogreco, ajo y mucho chile molido. Parece que fuera pimentón. Es la especia más utilizada, en especial en la zona de Madrás, de donde proviene –dicen– el mejor curry. Uno delicado es el Mild, que se elabora a la usanza del nordeste, y está bien aromatizado con pimienta negra. El Punjabi (semi picante), tiene la particularidad de no llevar cúrcuma, que es lo que le da el color amarillo: por eso es grisáceo. Pero el curry y los ajíes picantísimos también están en un pasatiempo y ritual varonil. Para ver de qué se trata es cuestión de caminar la Avenida Janpath, en New Delhi.

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